Así resume su duro periplo Pablo, de 22 años, natural de Camerún, que tardó dos años en su particular travesía. En su recorrido trabajó en lo que pudo para poder pagar a diestro y siniestro por «documentación falsa, por coger un camión, por atravesar el desierto y por la patera que le dejó en Melilla. Siempre huyendo de las distintas policías y siempre encontrando algún campesino que le daba un trozo de pan, a costa de jugarse el tipo.
Es un joven robusto y ágil como un junco que trabaja en la construcción de forma ilegal y que ni siquiera está empadronado. «No tengo pasaporte, explica». ¿Y si te pones enfermo?, interrogamos. «Voy a Urgencias», replica. Son las 19.30 y estamos en uno de los tres pisos de los que dispone el Ayuntamiento de Madrid para la acogida temporal de subsaharianos. Son 36 plazas en total, seis por vivienda. No son muchas, o tal vez sí, si se tiene en cuenta que hasta septiembre pasado por los tres inmuebles pasaron cerca de un centenar (94), 86 hombres y 18 mujeres, un respiro para todos ellos. Cada año pasan de media unos 200. La razón es que las estancias no pueden prolongarse más allá de los tres meses. Es una de las condiciones del programa de atención municipal que forma parte del Plan de Convivencia Social e Intercultural y que cuenta este año con un presupuesto de 424.403 euros.
Paliar una tragedia humana
Es uno de los recursos existentes, y el único de estas características de nuestro país, aunque hay más, entre ellos un centro de acogida en la Casa de Campo, en donde se atiende a familias con menores a su cargo (a más de 400 personas hasta septiembre pasado); programas de calle para detectar a estos inmigrantes y evitar que se enquisten en determinadas zonas de la ciudad; además de la coordinación, desde el pasado verano, con seis ONG que colaboran con la Administración central, con el fin de no duplicar recursos y lograr una atención más eficaz.
Todas estas medidas pretenden «paliar la tragedia humana de este, cada vez, más numerosos colectivo derivado a la Comunidad de Madrid —diez mil almas hasta octubre pasado— y hacer más eficaz y ágil la atención que se presta, al menos, en las más inmediatas y acuciantes necesidades», indicó en su día la concejal de Empleo y Servicios a la Ciudadanía, Ana Botella. Aunque no se les va a poder documentar, lo que dificulta su acceso al mercado laboral, al menos se trata de que no terminen abocados a la marginación y en la calle.
En el piso que comparten Pablo y Alama, un maliense de 28 años, conviven, además, otras dos personas. Una chica que trabaja como interna en el servicio doméstico y viene cada fin de semana cuando libra, y otro joven que hace doblete y trabaja en un centro comercial y de guardia nocturno en una obra, subcontratado. Pablo, al que le queda poco más de un mes para abandonar este lugar, adiestra a su compañero que acaba de llegar en las faenas del hogar, una de las normas que tienen que cumplir. «Lo más difícil para mí ha sido aprender a manejar la vitrocerámica y la lavadora».
Es un cambio brutal, dado que muchos de ellos proceden del medio rural y se admiran cuando abren un grifo y sale agua. «Les enseñamos cómo organizar una casa, el funcionamiento del ascensor, las zonas comunes, los horarios, etc», explica Silvia Conde, coordinadora de este programa .
A este recurso llegan derivados por ONG o los servicios sociales. El inmueble es nuevo y está como los chorros del oro. Tiene hasta piscina que ninguno de ellos ha utilizado. Un lujo al que no están acostumbrados.
Durante su estancia tienen que acudir a talleres de búsqueda de empleo (aprenden dónde y cómo buscar, qué es una nómina, etc), les enseñan castellano y habilidades sociales y les adiestra para que sean autónomos y sepan valerse por sí mismos (empadronarse; tramitar sus papeles; qué recursos existen para ellos; dónde están...), así como el acceso a actividades de ocio gratuitas. Entre los requisitos que les exigen están solicitar el pasaporte en su embajada, saber convivir en grupo y con los vecinos y procurarse un medio de subsistencia lo antes posible.
A Pablo la suerte le ha sonreído un poco. «Nada más llegar al piso encontré trabajo de albañil. Mi primer empleo serio; en él llevo dos meses. Gano 600 euros —cien mil pesetas— por 10 horas al día», dice el que antaño ejerciera de carpintero en Camerún.
Alama, el recién llegado, se muestra tímido. Lleva cuatro días en el piso y apenas habla castellano, aunque hace ya varios meses que una patera le dejó en Las Palmas. En su país trabajó en una tienda. «Vine porque ganaba muy poco y no tenía suficiente para mantener a mi mujer y mi hijo de 13 años». Empleó 8 meses en su viaje. Jamás cocinó. «En mi casa lo hacía siempre mi mujer». Durmió en la caseta de una obra, en albergues, y en lo que llaman guetos, es decir, en la calle, con otros compatriotas. Trabaja como soldador por 800 euros al mes y come una vez al día. «Cada 15 hablo con mi familia. Quiero volver. Yo creía que todo era diferente y mucho más fácil aquí. En Mali si hace falta mano de obra y tú eres fuerte y sabes hacerlo te cogen y punto, no hace falta nada más»...
Fuente: abc.es
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